Washington D.C.

9 de octubre de 2008:

Una vez regresados de Puelto Rico, y tras pasar la noche en casa de una buena amiga (Marian), en pleno Harlem, nos pegamos un madrugón de tres pares para presentarnos en Chinatown con el objetivo de coger un autobús que nos llevase a la capital del reino, esto es, Washington D.C. (Distrito de Columbia, para los no enterados). Una vez más, la subida al autobús fue toda una aventura, pues si ya no sólo te asaltan por la calle vendiendo los billetes, en esta ocasión se sumo la carrera que nos tuvimos que pegar para coger el bus, que en lugar de aparcar donde debía, lo hizo 2 calles más lejos, y casi en marcha. Es lo que tiene pagar solo 30 dólares por el billete. 4 horas después, y tras parar en Philadelphia y en Baltimore, llegamos al Chinatown capitalino.

Muy distinto del de NY, por cierto, al ser mucho menos caótico y con calles más anchas y limpias. Lo primero que hicimos fue ir hacia el hotel que teníamos reservado, el más barato que habíamos encontrado. El hotel parecía estar bien situado sobre el papel, pero a la hora de la verdad, casi que hubiésemos cogido otro. A 3 paradas de metro (espectacular!) del centro de la ciudad (esto bien), pero luego un paseo de 10 minutos hasta llegar a él.

Pero lo malo no era la caminata, sino más bien el ambiente que la rodeaba. Dos opciones: ir por el arcén de una avenida-carretera por la que circulaban los vagabundos más homeless de la ciudad, con campamento propio al pie del puente, o bien cruzar un polígono industrial lleno de almacenes mayoristas, en los que las tiendas de los chinos de la ciudad reponían stock. Es decir, de día bien, pero de noche, como que no había ni un alma. Y al final de la calle, un motel de los de Psicosis, con el cartel parpadeando y con letras mal iluminadas. De cine, vamos. Menos mal que había una comisaría cerca, y solían pasar coches cada poco, por que sino, nos hubiésemos arruinado a base de taxis...Y es que la experiencia de las rejas de Puerto Rico estaba fresquita aún. Después de dejar las maletas, en otro motel de carretera pero en buenas condiciones, nos volvimos a la ciudad a comer algo y a dar un paseo.

El primer sitio en el que nos metimos (había hambre) fue espectacular. Se llama Hooters, y su leit motiv es el de tener a camareras con una talla de pectoral de 120, como poco, y vestirlas con camisetitas de tirantes y pantaloncitos cortos naranjas. Casi como un puti, pero en plan legal, y con el bar lleno de pantallas con deportes y comida basura. El sueño de todo macho. Además las camareras se dedicaban a calentar al personal, sentándose con los tipos, agachándose al tomar nota, etc. Marga se partía el culo, y yo, bueno, perdía la razón por momentos. Así que salimos corriendo, con la intención de ver algo de la ciudad. A primera vista, me pareció muy europea, con avenidas anchas, calles limpias, y edificios bajos. Muy limpia, además. No hay rascacielos, ya que una ley parece que impide que los edificios sean más altos que el monumento a Washington (el obelisco). Empezamos a callejear, viendo edificios e iglesias de lo más bonitos y adornados, hasta que llegamos a la Avenida Pensilvania, calle famosa por encontrarse entre el Capitolio y la Casa Blanca. Por cierto, las vistas del Capitolio, tremendas, así como de los hoteles de lujo que rodean la zona.




Tiramos hacia arriba y llegamos hasta esta última. No había muchos turistas (otoño, entre semana, tarde), por lo que no tuvimos que pegarnos con nadie para sacar fotos. Nosotros estábamos más emocionados con la situación por que íbamos reconociendo los exteriores de la serie de The West Wing (que disgusto que ya la hemos acabado de ver), más que por pensar que allí vive el presidente de los US. Y las medidas de seguridad tremendas, con policías y garitas cada 50 metros, bloques de hormigón para impedir el paso y vallas, y muchos muchos coches negros con maromos dentro. Me gustó un cartel en el jardín de la casa blanca, al lado de la valla, pidiendo por favor que no se entre dentro del recinto, no sea que...


Igualmente vimos el edificio de Eisenhower, donde se encuentran las oficinas de la casa blanca, o el teatro Ford, donde asesinaron a Lincoln. Un poco más al sur, se encuentra el triángulo federal, con edificios de lo más pintoresco, como el Edgar Hoover del FBI (un bunker en medio de la ciudad), o el Ronald Reagan building, con jardincitos en su interior salpicados de restaurantes con terrazas para funcionarios pudientes.
Después de cenar, una ensalada, que después de la experiencia Hooters seguía impresionado, en un sitio muy barato y muy bueno y en el que repetiríamos más adelante, nos volvimos al hotel por el polígono de la muerte, sin tener ningún tipo de altercado. La verdad es que nos pasó nada durante los días que anduvimos por allí, pero queda dramático.

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